Jornadas de Santuarios y Turismo religioso – Homilía de la Misa de clausura en la Basílica de Luján – Mons. Agustín

Basílica Nuestra Señora de Luján. 2 de diciembre de 2012. 12:30 hs.

Queridos hermanos:

Llegamos hoy a este Santuario de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Argentina para celebrar la Eucaristía con la que  finalizan estas Jornadas de Santuarios y Turismo Religioso. Les agradezco la invitación y les auguro que la cercanía a la Santísima Virgen renueve la fe y el compromiso por manifestarla a través de un entusiasta testimonio.

Tiempo de Adviento

Comenzamos un nuevo año litúrgico en este primer domingo de Adviento. Un tiempo signado por la esperanza y la alegría ya que el Señor está con nosotros. La venida en la humildad de la carne, en la pequeñez indefensa del niño de Belén nos invita a cercarnos con confianza a este Dios que se abaja, que se hace uno de nosotros, cercano y tierno en la fragilidad de un recién nacido. También la iglesia nos invita a reconocer su venida en los sacramentos que celebramos, ya que son presencia real de Cristo, en los hermanos, especialmente los más necesitados: lo que hacen con el pequeño de mis hermanos lo hacen conmigo y, a  esperar atentos y perseverantes en la fe, la venida gloriosa llamada “final de los tiempos”, al que no hay que temer como destrucción, sino confiar en la recapitulación de todas las cosas y la destrucción de todo mal que pueda afligirnos.

En la primera lectura de la liturgia de hoy,  el profeta Jeremías nos hace llegar  la promesa de un rey para siempre. Esto lo sabemos realizado en Jesucristo y, traducido a la vida cotidiana significa confiar en la Palabra de Dios, que es eficaz.  Ante todo lo pasajero, anta tantas palabras vanas o, como nos presenta el Evangelio: los mismos astros con su apariencia de gran firmeza y sin embargo se conmueven, es Jesús  quien viene lleno de poder y de gloria y permanece para siempre: es el único que no pasa.

Llamarnos cristianos y estar en comunión con El significa servirnos por amor los unos a los otros. Es la manera de estar atentos y aguardar con esperanza alegre la llegad del Señor. Se aplica aquí lo que dice la segunda lectura, tomada de la carta a los Tesalonisenses donde San Pablo nos llama fuertemente a la coherencia entre fe y vida: “comportarse de manera digna de la fe recibida”.

Año de la fe

El Santo Padre Benedicto XVI nos ha convocado a vivir un año de la fe y esto significa conocerla, purificarla, acrecentarla y compartirla.

La fe responde al anhelo profundo que hay en el corazón humano. Hay una búsqueda, aunque no siempre este bien orientada, de felicidad, de paz, de bien, de verdad.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre es la meta, el sentido de nuestra vida. Por lo cual la fe es encuentro personal con Dios.

Los santuarios, lugares privilegiados para el Encuentro

La manera de expresar la fe en estos lugares de gracia, que son los santuarios es una enorme riqueza, que el Papa Benedicto invitó a promover y proteger[1].  Nos dicen los obispos en Aparecida que en la peregrinación se reconoce al Pueblo de Dios en camino. Vale la pena leer el n° 259: “Allí el creyente celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de tantos hermanos, caminando juntos hacia Dios que los espera. Cristo mismo se hace peregrino, y camina resucitado entre los pobres. La decisión de caminar hacia el santuario es ya una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza y la llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, los disfruta en silencio. También se conmueve, derramando toda la carga de su dolor y de sus sueños. La suplica sincera, que fluye confiadamente, es la mejor expresión de un corazón que ha renunciado a la autosuficiencia, reconociendo que solo nada puede. Un breve instante, condensa una viva experiencia espiritual.”

Los santuarios, desde esta perspectiva, incluyen respuestas a estas necesidades del corazón humano. Son lugares de esperanza porque se traen las más pesadas cargas y se encuentra alivio, las grandes acciones de gracias y el Señor escucha, son  lugares de alabanza y bendición, donde multitudes  expresan su devoción. Son punto de llegada de grandes peregrinaciones, como una parábola de nuestra existencia que peregrina hacia la casa definitiva y, a la vez, son fuente de agua viva donde renovamos nuestras fuerzas y seguimos caminando.

María discípula, madre y misionera, portadora de la vida de nuestros pueblos

Finalmente, quiero atraer la atención a la Santísima Virgen. Ella es la máxima realización de la existencia cristiana, es la verdadera discípula por su fe traducida en obediencia a la voluntad de Dios, por su meditación de la Palabra y de las acciones de Jesús[2]. Ella es también el primer miembro de la comunidad de los creyentes y suplica con los apóstoles la venida del Espíritu Santo.

Es verdadera madre, ya que fue dejada por Jesús al discípulo, al pie de la cruz[3]. Ella fortalece los vínculos entre los hijos, alienta a la reconciliación y el perdón, reúne en la familia cristiana, protege de las dificultades que obstaculizan la comunión[4].

La continuadora de la misión del Hijo es María, también es formadora de misioneros, atenta a las necesidades y acogiendo los rasgos más nobles y significativos de los pueblos: así lo manifiesta en tantas de sus apariciones[5]. Es portadora de la vida: nos da a Jesucristo y promueve en nosotros el servicio, la acogida, la fraternidad, especialmente para con el pobre y necesitado.

A Nuestra Señora de Luján nos encomendamos para estar abiertos a la Plabra, ponerla fielmente en práctica y darla a conocer especialmente con nuestro testimonio de comunión.


[1] Cfr. Aparecida, 258

[2] Cfr. Aparecida, 266

[3]  Jn. 19,27

[4]  Cfr. Aparecida, 267 -268

[5]  Cfr. Aparecida, 269