Queridos Hermanos:
Estamos a los pies de María en el marco de esta peregrinación como Arquidiócesis que tiene el privilegio de custodiar la santa imagen del milagro de Luján, también con todos los jóvenes que se han reunido para la Acampada Juvenil y, particularmente con la alegría de las ordenaciones diaconales de dos jóvenes de nuestra arquidiócesis: Agustín Fernández y Lucas Jeréz. Son dos muchachos de la ciudad de Mercedes, que han escuchado el llamado de Jesús a una vida plena en la consagración total y han respondido con generosidad.
Es una celebración profundamente eclesial, en este camino de la Misión Arquidiocesana, ya que nos encontramos celebrando la Eucaristía, que hace a la Iglesia, con la representación de muchas comunidades junto a sus pastores, colaboradores del ministerio apostólico encomendado al obispo.
En los comienzos de la comunidad cristiana surgió, tal como nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles[1], la necesidad del “servicio de las mesas” y allí fueron elegidos siete varones prudentes, llenos del Espíritu del Señor. Así nacieron los diáconos, es decir, los dedicados al servicio. Hoy, contemplando a María, podemos inspirarnos en su servicialidad para ser imitadores de esta escucha obediente de la Palabra de Dios y de la actitud de ayuda en las necesidades de los demás. ¡Madre, que podamos ser servidores como vos! ¡Madre, te encomendamos la vida y el ministerio de Agustín y de Lucas para que imiten tu ejemplo!
El gran servicio de María ha sido y sigue siendo darnos a Jesús. El es el servidor del Padre y el servidor de los hombres. Con Él la historia se divide en un antes y un después, ya que la entrega libre de su vida por nosotros hizo que pasásemos de la muerte a la vida.
Nos llama a todos, estamos invitados a seguirlo y a vivir su misma vida, dejándonos transformar por el Espíritu para que Él se forme en nosotros y “lleguemos a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef. 4,13): pensando como El, hablando y actuando como El, que “pasó haciendo el bien”(Hch.10,38). Ese es nuestro servicio a este mundo herido por los egoísmos, discordias, violencias, injusticias y tantas otras calamidades que pueden hacernos perder la esperanza si no tenemos los ojos puestos en Jesús “el caudillo y consumador de nuestra fe” (Hb.12,2). ¡Sólo a El seguimos y damos gloria! ¡Sólo El da sentido a nuestra vida, aún en este valle de lágrimas, porque la última palabra la tiene el Amor, que vence a la muerte!
Aprovechando este encuentro arquidiocesano y la presencia de los jóvenes, acompañando la ordenación de Agustín y Lucas, quisiera que llegue al fondo de los corazones la llamada del Señor y que cada uno pueda responderle con sinceridad, valentía y confianza. Partimos de algunas certezas:
1) Creemos que Dios al crearnos tuvo un plan, es un plan de salvación para nosotros y a través de nosotros para los hermanos. Creemos que nos regaló la vida para servir a los demás, para entregarla siendo sus instrumentos.
2) Nos hizo nacer en una familia que nos recibió con inmenso amor. Puede ser con dificultades, pero nadie puede decirse no amado. La certeza del amor de Dios es la única roca sólida y los seres humanos reflejamos tantas veces con sombras ese amor, pero el amor está y nos llega a través de alguien que nos quiere. Este amor nos permite crecer y madurar hasta llegar a la edad de las opciones de vida. Hasta el momento de entregarnos nosotros mismos, por amor a los demás. Y en todo este camino, como madre, nos acompaña la Iglesia, la comunidad de creyentes que sigue a Jesús, de la cual somos parte y protagonistas.
3) Para esa opción vital, que nos compromete a amar para siempre se requiere:
– Conciencia de eclesialidad: formamos un “nosotros”, el cuerpo de Cristo[2]. No existe el cristiano aislado.
– Ponernos en la presencia de Dios – hacerle lugar, acallar los ruidos exteriores e interiores para escucharlo- y para esto se necesita humildad, que no es sinónimo de debilidad ni de no comprometernos para no “aparecer”, sino no ensoberbecerse, tener la mirada que Dios tiene sobre mí: conocer mis límites, para que Dios sea grande y pueda hacer maravillas, como en la Virgen.
– Preguntarle con sinceridad y generosidad ¿Qué querés de mí? Y para esto necesito el diálogo amoroso con el Padre: la oración personal y diaria. La lectura orante de la Palabra y el amor a la Eucaristía será fundamental para alimentar mi relación con Él.
– Leer la realidad: ver las necesidades del mundo. Necesidad de paz, de fraternidad, de amor familiar, de vida plena, de sentido trascendente, en definitiva de la Verdad que es Jesucristo.
– Leer nuestro interior: mis posibilidades de bien, todo lo que Dios me ha regalado, sus dones que son para poner al servicio de los demás. Es un carisma que debe ser entregado para multiplicarse siendo laico, sacerdote, diácono o religioso, no importa dónde ni importa cómo será mi vida futura. Lo que vale es una vida entregada.
– Dejarme acompañar por un hermano mayor: lo que llamamos dirección u orientación espiritual: cuantos sacerdotes tenemos hoy aquí, cuantos trabajan junto a ustedes jóvenes en las parroquias. A ellos les pido: escuchen a los jóvenes, dediquen tiempo para ayudar a discernir lo que el Señor quiere para estos hermanos. A ustedes jóvenes: busquen el consejo de los sacerdotes que están a disposición de ustedes para ayudarlos en el discernimiento en la identificación con Cristo, sea en el estado de vida que sea: sacerdote, laico, religioso, pero siempre discípulo misionero de Jesús.
– Dar una respuesta que sea generosa con Dios y tenga como meta GASTARME por los hermanos, colaborando con el Señor en la transformación del mundo. He recibido gratis y tengo que darme gratis[3].
– Tener presente que lo que nos hace felices verdaderamente es la donación: morir para servir: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, si muere, da mucho fruto” (Jn. 12,23). Los obispos de América latina y del Caribe decimos en Aparecida n° 360: “la vida se acrecienta dándola, se debilita en el aislamiento y la comodidad. Madura en la entrega: esto es la misión”.
4) Esta es la vida de los santos: la ENTREGA. Acá se sintetiza todo lo reflexionado. Tenemos numerosos ejemplos a largo de la historia de la Iglesia y particularmente en la historia reciente el Señor nos ha permitido conocer extraordinarios ejemplos que pueden ayudarnos a que nuestro corazón arda por algo que valga la pena y no se queme nuestra vida inútilmente.
– Teresa de Calcuta: “sé que lo que hago es como una gota en el océano, pero si no lo hago, al océano le faltaría una gota”.
– Chiara Luce: la joven que a los 20 años tuvo cáncer de huesos e hizo de su enfermedad una ofrenda alegre unida a Cristo para la salvación de los hermanos.
– Juan Pablo II: incansable predicador del Evangelio, con la Palabra, los gestos y toda su vida. Nunca fue tan elocuente como cuando no pudo hablar ni caminar y siguió mostrándonos que amar a Jesús y a los demás era la plenitud de su vida.
– Francisco de Asís: lo entregó todo, vivió en la más absoluta pobreza y encontró la perfecta alegría que sigue aun hoy después de 800 años, contagiando e interpelando al mundo.
– Ceferino Namuncurá: descubrió a Jesús y decidió seguirlo en la entrega total “quiero vivir para hacer el bien a mi gente”.
5) Así también, es la historia de estos dos hermanos nuestros que hoy son ordenados diáconos. Son jóvenes de carne y hueso, surgidos en generosas familias, que han crecido en sus comunidades parroquiales, han vivido normalmente, estudiado y trabajado. Cada uno en su camino personal pudo experimentar el amor de Dios y no demoraron la respuesta: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
Agradezco a Jesús junto a ellos por este don de sus vidas puesto al servicio de todos. Agradezco a sus familias y a las comunidades que han acompañado el discernimiento vocacional. A todos los que colaboraron para la formación en la fe y los animo a seguir creciendo en el conocimiento y amor de Jesucristo, para entregarlo al mundo.
Los encomiendo y encomiendo a toda la comunidad arquidiocesana, especialmente a los jóvenes, a la intercesión maternal de la Virgen de Luján, patrona de la Patria y Madre de todos los argentinos.
+ Agustín
[1] Cfr. Hch. 6,1-7 [2] Cfr. Rm. 12,3-5; Ef. 2, 14-16. [3] Cfr. Mt. 10,8