Homilía de asunción de Mons. Agustín Radrizzani como Arzobispo de la Arquidiócesis de Mercedes-Luján

Catedral de Mercedes – 29 de marzo de 2008

 

Queridos hermanos:

Quisiera comenzar esta reflexión con las Palabras del Apóstol Pedro, escritas para alentar a los cristianos a fin de que profundicen cada vez más su compromiso bautismal: “Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo”.[1]

Son palabras muy cercanas para nosotros, no tanto por el tiempo en el que han sido escritas, sino por la vivencia que como Iglesia acabamos de celebrar la semana pasada: ¡Cristo ha resucitado! ¡Él está vivo! En esta afirmación de nuestra fe apoyamos toda nuestra esperanza, y aquí es donde hemos de encontrar la fuente verdadera e inagotable de nuestra alegría. No son nuestros éxitos los que nos conceden la paz del corazón, sino que es el Señor Jesús, quien rompiendo las ataduras del pecado y de la muerte nos dice: “no tengan miedo”.[2]

La Divina providencia me ha traído a esta querida Iglesia particular de Mercedes-Luján después de haber acompañado con inmensa alegría las amadas Diócesis de Neuquén, y de Lomas de Zamora.

Brotan  de mi corazón, en este momento, palabras de agradecimiento al Señor, por mis queridos hermanos de Lomas de Zamora: Sacerdotes, Diáconos, Religiosos, religiosas y laicos, quienes por su entrega generosa, abiertos a la gracia, trabajan para construir la Iglesia. Ellos cariñosamente supieron acompañarme en estos felices años de mi servicio pastoral.

Deseo, asimismo, agradecer al Señor el trabajo de quienes me han precedido en esta querida porción del Pueblo de Dios: Mons. Juan Chimento, Mons. Anunciado Sefarini, Mons. Luis Juan Tomé, Mons. Emilio Ogñenovich y Mons. Rubén Di Monte.

Quisiera hacer una mención y un agradecimiento especial a Mons. Ogñenovich por su interés, tanto por las vocaciones sacerdotales, como por el Seminario. También agradecer a Mons. Rubén Di Monte por estos años de pastoreo, y por su particular preocupación por el querido Santuario de Nuestra Señora de Luján, poniendo de manifiesto su amor a la Santísima Virgen.

Les agradezco a los queridos hermanos de los Partidos de Alberti, Carmen de Areco, Chacabuco, Chivilcoy, Gral. Las Heras, Gral. Rodríguez, Junín, Leandro N. Além, Lobos, Luján, Marcos Paz, Mercedes, Navarro, San Andrés de Giles y Suipacha, el hecho que hayan querido estar presentes hoy, en representación de todos sus hermanos.

Es mi deseo transmitirles, en esta tarde, en que el Señor  ha dispuesto que comencemos a caminar juntos, dos convicciones y tres desafíos:

I. Convicciones

La primera convicción parte de la “certeza de ser amados y de vivir cada día sostenidos en los brazos del Padre”. Dios nos ama “en presente”, incluso en los momentos de mayor negatividad en nuestras vidas Él sigue diciéndonos en Jesús: “tu eres mi hijo, yo te amo”. Por eso, “aunque nos sabemos pobres y débiles, nos fortalece el amor de Dios”.[3]

Esta certeza cambia nuestras vidas. Ante la tristeza, la desilusión o la insatisfacción, es el Señor quien nos sostiene, nos anima y sale al encuentro de nuestra ansia de felicidad. El está, y esto nos basta.

La segunda convicción, entrañablemente unida a la primera, quiero expresarla del siguiente modo: si nos sabernos amados por Dios, entonces hemos de revestirnos de “entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia”.[4] Porque nos sabemos amados y sabemos que Dios ama a cada hermano, entonces hemos de amar también nosotros a cada persona. Este amor, “a veces se expresa como compañía silenciosa y compasiva, otras como palabra de aliento, abrazo que consuela, paciencia que perdona […] se trata siempre, de hacernos cercanos y solidarios con el que sufre”.[5]

Es gracias a este acto de fe y de confianza que podemos pasar por alto los límites, tanto propios, como de nuestros hermanos; nos permite seguir trabajando por el Reino sin rencores, sin resentimientos, sabiendo que un vaso de agua dado por amor, no quedará sin recompensa.[6] Todo lo cual significa que Dios está siempre mirando nuestro corazón y sosteniéndonos en todo momento.

Como sabemos, fue Juan Pablo II quien quiso que este domingo fuera de la misericordia. Pues bien, reflexionar sobre esta actitud de misericordia significa pedir la gracia de vivirla para con los alejados, con los que no creen, con los que se burlan de nosotros, con los que se ríen de nuestra fe.

Hemos de tener un especial amor, llamémoslo “de predilección” para “salir al  encuentro de las mujeres y varones que se sienten más alejados, salir al encuentro allí donde se hallan y en la situación en que se encuentran, para ayudarles a experimentar la misericordia del Padre”.[7]

Es verdad que debemos proponer y defender los principios morales con total claridad, pero no por ello hemos de “olvidar que el crecimiento espiritual y el desarrollo de la conciencia moral son procesos graduales, generalmente lentos, en los que la gracia de Dios trabaja con la libertad débil del hombre, sin violentarla”.[8]

También queremos vivir esta actitud de misericordia con los que forman parte de nuestras comunidades y familias. La vivimos con el que nos tratan mal, tiene mal carácter, con el que es prepotente, vengativo o celoso. Con todos y siempre queremos vivir esta caridad que nace de Jesús. Él nos enseña que no hemos de condenar al prójimo de modo definitivo, pues siempre hemos de dejar una puerta abierta al milagro de la gracia: “No juzguen y no serán juzgados”.[9]

Alimentando estas dos convicciones en nuestro corazón que se manifiestan en el amor de Dios y amor al prójimo, quisiera presentarle tres desafíos.

II. Desafíos 

El encuentro con Jesús

Lo mas impactante del evangelio de hoy es imaginar a Tomás, postrado ante el Maestro, exclamando una de las expresiones más bellas del Evangelio: “Señor mío, y Dios mío”. El se sintió alcanzado y amado por Jesús. Este será nuestro primer desafío: conocer y amar a Jesús, hacerlo conocer y hacerlo amar. Dice el Documento de Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”.[10]

Conocer a Jesús no es simplemente haber oído hablar de Él, sino que implica vivir siguiendo sus enseñanzas,[11] implica encontrarnos como sus discípulos con Él nuestro maestro. Este encuentro se realiza en la Eucaristía, en su Palabra, en la oración, en los hermanos más necesitados: los enfermos, quienes están privados de libertad, los que hoy son definidos como “sobrantes”[12].

2. Hacer de la Iglesia “casa y escuela de comunión”

Hemos de desear vivir siempre como vivían los primeros cristianos, tal como nos lo señala la Primera Lectura que hemos escuchado. Ésta fue la invitación que Juan Pablo II realizó en Novo Millennio Ineunte,[13] y que hoy repite nuestro querido Papa Benedicto XVI tanto cuando nos habla de Jesús Eucaristía, como cuando nos habla del misterio de la Trinidad. En efecto, “una Eucaristía que no comporte un ejercicio práctico del amor es fragmentaria en sí misma […] el «mandamiento» del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser «mandado» porque antes es dado”.[14] Pero además, si el Dios en quien creemos “no es soledad infinita, sino comunión de luz y amor, vida donada y recibida en un eterno diálogo entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, como familia de Dios estamos llamados a “ser una comunidad de amor y de vida, en la cual las diversidades deben concurrir a formar una «parábola de comunión»”.[15]

Cristo nos revela el rostro de la Trinidad y de ella aprendemos la espiritualidad de comunión. Cuando vivimos según el modelo Trinitario, “toda obra pastoral se hace más verdadera y audaz, busca la raíz de su inspiración evangélica y se proyecta confiada en dar respuesta a las profundas exigencias del mundo”.[16]

“Por tanto el gran desafío consiste en abrir espacios de encuentros, reflexión y fiesta, en generar un ambiente acogedor y cálido donde todos los bautizados puedan vivir los diversos carismas con verdadero y  fecundo espíritu de caridad, de verdad y de unidad en la diversidad”.[17]

A esto ayudará un proyecto común que respete la diversidad de cada lugar, pero que al mismo tiempo invite a caminar juntos. Hemos de ser conscientes que “un proyecto sólo es eficiente si cada comunidad cristiana, cada parroquia, cada comunidad educativa, cada comunidad de vida consagrada, cada asociación o movimiento y cada pequeña comunidad se insertan activamente en la pastoral orgánica de la Diócesis. Cada uno está llamado a evangelizar de un modo armónico e integrado en el proyecto pastoral de la Diócesis”.[18]

3. Fervor misionero.

“La Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza, porque toma su origen en la misión del Hijo y del Espíritu Santo, según el designio del Padre. Por eso, el impulso misionero es fruto necesario de la vida que la Trinidad comunica a sus discípulos”.[19]

Somos conscientes que “la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. Los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan de la misión de comunicar la vida a los demás […] La vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la misión”.[20]

El verdadero discípulo se constituye, por la gracia de Dios, en ardiente misionero. En efecto, un corazón encendido por la caridad de Cristo logra contagiar a sus hermanos y arrastra a los alejados para que deseen encontrarse con el Señor. Este ardor apostólico ha de estar acompañado de la humildad de Jesús. “La humildad de Jesús es la virtud que podemos imitar. No podemos imitarle cuando hace milagros, pero su mansedumbre, su pequeñez y su humildad todos podemos imitarlas”.[21]

El verdadero misionero es aquel que supo estar a la escucha del Maestro y se sabe en total dependencia de Él. Esto lo hace humilde y en consecuencia creíble.

Quizás muchos de ustedes se pregunten ¿cuál es el programa pastoral que nos propondrá nuestro Obispo? Pues bien, junto al Papa Juan Pablo II quiero decirles: “No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz”.[22]

Sin embargo, decía el mismo Papa, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad. Pues bien, que en el espíritu de las dos convicciones y de los desafíos señalados, recepcionando las indicaciones que nos hicieran los Obispos en Aparecida, vivamos como discípulos misioneros llevando la luz del Evangelio a todos los ámbitos de la vida.

Queridos hermanos, quisiera concluir esta reflexión confidenciándoles, que después de haber conocido la noticia de que la Providencia –a través del Papa Benedicto XVI– me quería en esta Iglesia particular, me vino espontáneamente al corazón un profundo sentido de agradecimiento al Papa por este acto de confianza. Ahora, deseo agradecer al Señor Nuncio Apostólico y a los Hermanos Obispos su presencia en esta celebración. Es una prueba más de la vida de comunión en la que queremos crecer cada día más. Al mismo tiempo elevo una oración por las autoridades civiles aquí presentes para que el Señor los bendiga con numerosas gracias a ellos, a sus familias, y a todos los trabajos que realizan en provecho de la Comunidad.

Pocos días después de haber aceptado acompañar a los hermanos que peregrinan en la Arquidiócesis de Mercedes – Luján celebramos la Noche Buena, en esa ocasión quedé impresionado por la meditación que hizo el Papa. Nos decía: “El corazón de Dios, ha descendido hasta un establo. La humildad de Dios es el cielo. Si salimos al encuentro de esta humildad, tocamos el cielo. Entonces se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en camino hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo”.

“Señor Jesucristo, Camino, Verdad y vida, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre, enciende en nuestros corazones el amor al Padre que está en el cielo y la alegría de ser cristianos [… queremos ser] discípulos y misioneros tuyos, remar mar adentro, para que nuestros pueblos tengan en Ti vida abundante, y con solidaridad construyan la fraternidad y la paz. Señor Jesús, ¡Ven y envíanos! María, Madre de la Iglesia, ruega por nosotros. Amén”.[23]

+Agustín Radrizzani

Arzobispo de Mercedes-Luján

 


[1] 1 Pedro 1,3

[2] Mt 28, 10

[3] NMA 5.

[4][4] Col. 3,12.

[5] NMA 11.

[6] Mc 9, 41.

[7] NMA 77.

[8] NMA 79.

[9] Mt 7,1.

[10] Aparecida 29.

[11] Mt 7, 21.

[12] Aparecida 65.

[13] Novo Millennio Ineunte 42 y 43.

[14] Deus Caritas est 14.

[15] Palabras dirigidas por Benedicto XVI, el domingo, 11 junio 2006 antes y después de rezar la oración mariana del Ángelus.

[16] NMA 84.

[17] NMA 83.

[18] Aparecida 169.

[19] Aparecida 347.

[20] Aparecida 360.

[21] P. Giacomo Tantardini, Il cuore a la grazia in Sant’Agostino, Roma 2006, p. 344.

[22] Novo Millennio Ineunte 29.

[23] Oración de Benedicto XVI en ocasión del encuentro de Aparecida.